Madurar será difícil, pero la alternativa es peor
José Manuel Silva Director de inversiones de LarrainVial Asset Management
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José Manuel Silva
Mi última columna, el pasado 27 de septiembre, se titulaba “El año en que viviremos en peligro”. Esta debería llamarse “tres años en que viviremos en peligro”, pues el país ha entrado en una espiral autodestructiva que nadie predijo, y que demuestra la fragilidad y poca densidad de muchas de nuestras instituciones.
Creo que la llamada crisis social fue gatillada por una minoría violenta y organizada que decidió incendiar una pradera que vio muy seca. Creo también que recibió apoyo “logístico” internacional y se sirvió de un vientre jaleoso de marginalidad, droga y pobreza que Chile, por desidia y egoísmo, descuidó.
Si una minoría hubiese tratado de sembrar el caos en Ottawa, Auckland o Lisboa, probablemente hubiésemos asistido a algunos días de saqueos y miedo (Londres en 2011), pero las instituciones de esos países no habrían tambaleado ni estarían reescribiendo su Constitución.
Todo fenómeno social suele tener múltiples causas, pero la tesis del intelectual Daniel Mansuy es atractiva: “Nuestra larga transición, que consiste, básicamente en el pacto tácito entre Jaime Guzmán y Edgardo Boeninger, le dio estabilidad y conducción a Chile en momentos particularmente delicados; pero, en el largo plazo, sus consecuencias fueron muy nocivas…. la izquierda perdió todo sentido de responsabilidad, mientras que la derecha abandonó cualquier atisbo de vocación política”, escribió recientemente.
Dicho pacto le regaló a Chile los 30 mejores años de progreso material desde el inicio de la república. Ese progreso no fue, lamentablemente, acompañado de un progreso similar en nuestras instituciones políticas, rigidizadas como consecuencia del mismo pacto. La izquierda “perdió la responsabilidad porque la transición fue la excusa perfecta para nunca asumir sus actos como propios (…) No hacemos, decían, lo que queremos, sino sólo aquello que nos permite un sistema viciado”, agrega Mansuy.
Así nuestra izquierda pudo tener dos caras. La moderna, que conducía la llamada modernización capitalista, y la populista que se aferraba a sus sueños revolucionarios adolescentes. Nunca nuestra izquierda ha renegado, como lo hicieron el PSOE español o el SPD alemán, del marxismo. La pradera se incendió y decenas de “modernos” izquierdistas se volvieron a probar sus atuendos verde olivo. Pero la talla es otra y el verde olivo está más desteñido que nunca.
Hoy, frente a la irresponsable tesis de la hoja en blanco, la derecha debe construir un relato y explicarle al país por qué se logró lo que se logró en 30 años de progreso. Pero también debe hacer una introspección seria y a veces dolorosa y considerar que, si soñamos con Nueva Zelandia, Canadá o Suiza, ello pasa por construir instituciones más inclusivas, más participativas y un Estado de verdad moderno.
No es compatible llegar a esas metas con la miseria que aún rodea nuestras ciudades, con un país Santiago-céntrico, con carreras universitarias que producen ninis frustrados y resentidos, con pensiones bajas y una vejez que aterra a cientos de miles de chilenos, con fuerzas de seguridad e inteligencia que no logran asegurar lo primero (en cualquier barrio de Chile) y carecen de lo segundo.
Si Chile quiere pasar a ser un país desarrollado, debe madurar y ello exige sacrificio, esfuerzo y coraje para cambiar hábitos y vicios, de lo contrario corre el riesgo de convertirse en esos patéticos adultos que siguen siendo adolescentes a los 40, lo que en política se traduce en la orgía de populismo que hemos presenciado en las últimas semanas y en naciones fracasadas.